Domingo 25 de julio de 2011.
Acabamos de llegar a Madrid y todavía tenemos, sobre todo nuestras mujeres porque los niños siempre andan un poco ajenos a la realidad del riesgo verdadero, el susto en el cuerpo.
Os explico:
Os explico:
Ha sido una semana maravillosa en Croacia, con un velero alquilado, un Sun Odissey 44i que nos parecía adecuado para nuestras dos familias y nuestra experiencia.
A bordo, Enrique ejerciendo de capitán, yo de marinero, nuestras mujeres, Carolina y Silvia, y los cuatro niños, Diego, Daniel, Isabel e Ivan.
Dubroknic es una bella ciudad, rodeada por decenas de islas cada cual mas hermosas si cabe, un lugar ideal para la navegación de recreo, recalando de isla en isla.
El sábado, ya finalizando nuestra semana de crucero y dentro de este paisaje idílico nos metimos en un lío que bien pudo saldarse con consecuencias trágicas.
Ese día partíamos desde la Isla de Mlyet, en el norte, con dirección a nuestro puerto base en Dubroknic, es decir rumbo sureste, donde teníamos que llegar el sábado noche para el domingo entregar el barco. La distancia es de unas 25 millas, que pensábamos hacer a lo largo del día con una parada intermedia para comer.
El viento soplaba del suroeste y, según comprobamos en el WindGURU con una fuerza de 20 a 25 nudos. Ya, con nuestra semana de experiencia con el barco, nos veíamos bien capacitados para afrontar la travesía; al norte, en cambio sí se veía el cielo más negro que el cogote de Adebayor.
Mi lógica me decía que, si el viento sopla de sur, la tormenta ha de alejarse hacia el norte, pero resulta que no fue así, es mas, sucedió lo contrario.
Cuando llevábamos dos horas de travesía, la Genova y la Mayor completamente desplegadas y con los vientos previstos, la cosa se empiezó a complicar.
La tormenta nos alcanzó por la popa, el cielo se volvió negro en cuestión de minutos, recogimos las velas, pero los vientos se dispararon a 40 nudos con rachas de hasta 48. Lluvia y relámpagos caían a escasos metros de nosotros, se veían remolinos de viento alrededor de nosotros, como en las películas de tornados, las olas hacían desaparecer el barco: el final del mundo parecía que nos había alcanzado.
La neumática auxiliar salió literalmente volando, la cañas de pesca desaparecieron; dentro las mujeres y niños con chalecos puestos, mezclando vómitos con rezos, el barco desarmándose por dentro, cayéndose los paneles de los techos, y todo lo que se podía romper se rompió.
Arriba, al timón continuaba Enrique, los dos con los chalecos puestos y aguantando los rociones de mar y la lluvia, sin decírnoslo pero los dos acojonaos, sobre todo por los peques.
Uno nota que ha madurado cuando teme más por la vida de los suyos que por la propia y ese, el de temer por tus hijos, es el miedo de verdad.
Así durante más de una hora, hasta que giramos 180 grados y nos metimos en una cala, en lo que fue un acto de temeridad el entrar, pues las olas en la bocana casi nos mandan contra las rocas.
Unas dos horas después de esto, volvía a lucir un sol expléndido y reincidamos la marcha; con el barco hecho un poema; que hasta los de Sunsail no daban crédito cuando lo vieron. Sin embargo, en lugar de tomárselo a mal, nos pidieron disculpas por no habernos podido avisar del extraño fenómeno meteorológico que nos había pillado desprevenidos, ¡cosas de los americanos!
En fin, como ya se me ha pasado el susto, el año que viene alquilamos un catamarán.
A mi casi hermano, Enrique.
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